No soy un crack escribiendo, solo un soñador que pasea por La Pedriza y se pone a imaginar qué historias esconden sus piedras. Hoy os quiero contar una leyenda que se me ocurrió al amanecer, mirando el Risco de los Naipes con el Cerro de San Pedro al fondo, ese que siempre me ha parecido un volcán en mi cabeza.
¿No os da la sensación de que las rocas tienen algo que contar si les echas un rato mirándolas? Entre esas formas raras se me vino a la mente una historia de amor, codicia y sacrificio, con el “volcán” ahí, como si lo hubiera visto todo. Las historias buenas son las que van de boca en boca, como las de antes. Por eso os la traigo escrita, como se han contado siempre, y también en vídeo, gracias a unas herramientas que me han ayudado a dar vida a lo que solo imaginaba. No soy experto en tecnología ni en arte, pero estas puertas abiertas a la creatividad me han sorprendido.
Esta es mi historia… o mejor dicho, la del Risco de los Naipes. Y ahora también es vuestra. Tal vez, la próxima vez que paséis por allí al amanecer, esas piedras os susurren lo que yo vi en sus sombras.
El Risco de los Naipes
En lo más recóndito de la Pedriza, en aquellos tiempos cuando los carruajes transitaban por los caminos polvorientos de la sierra y las decisiones de los terratenientes pesaban más que la justicia del rey, existían rincones con una energía especial. Allí, la conexión con la naturaleza se siente más intensa que nunca. Uno de esos lugares, con vistas al volcán dormido, siempre ha sido considerado único. Este volcán, con su cono alineado perfectamente al amanecer, impregna el paisaje de una magia indescriptible. Sus formaciones rocosas, bañadas por los primeros rayos de sol, parecen vibrar con una fuerza ancestral, como si guardaran los secretos más profundos de la tierra.
Durante generaciones, la familia de Eren cuidó este paraje sagrado, criando ganado en las montañas. Eren había crecido entre aquellas rocas, aprendiendo de su padre cada sendero oculto y cada refugio secreto. Inara, hija de pastores como él, compartía su amor por aquellas tierras desde que eran niños. Juntos habían descubierto los misterios de la Pedriza, convirtiendo cada rincón en testigo de su creciente amor.
Don Álvaro, un terrateniente con ambiciones desmedidas, lo descubrió durante una cacería en las laderas de la montaña. Sus ojos brillaron con codicia al contemplar la majestuosa vista del volcán. Fascinado por su belleza y ubicación estratégica, decidió que construiría allí una hacienda digna de su poder. Sin embargo, el terreno pertenecía al padre de Eren, un obstáculo que Don Álvaro estaba decidido a sortear. Consciente de la debilidad del pastor por el vino y las apuestas, ideó un plan lleno de engaños y artimañas.
Una noche en la taberna del pueblo, Don Álvaro se le acercó con un tono amistoso y promesas vacías. Lo invitó a jugar a las cartas. El tintineo de las monedas y el aroma del vino añejo nublaron el juicio del anciano pastor. Lo que empezó como un juego inofensivo terminó en trampa. Usando un mazo marcado, el terrateniente logró que el anciano apostara su bien más preciado: el risco. La derrota fue inevitable. Al final de la partida el pastor había perdido no solo su tierra, sino también su espíritu.
La noticia se extendió por el pueblo como el murmullo de un arroyo que crece tras la tormenta. De vuelta en casa, con voz quebrada, confesó su error a Eren e Inara. Consumido por la culpa, el anciano cayó gravemente enfermo. En su lecho de muerte, tomó la mano de Eren y, con sus últimas fuerzas, le pidió que prometiera recuperar lo que les habían arrebatado.
Con el corazón ardiendo de determinación, Eren hizo esa promesa. Inara, inquebrantable como las rocas que los rodeaban, compartió su causa. Mientras Don Álvaro comenzaba la construcción de su mansión, ellos iniciaron una resistencia silenciosa. Bajo el manto de la noche estrellada saboteaban las obras, derribaban estructuras y obstaculizaban los avances de los trabajadores. El eco de sus acciones resonaba en los muros a medio construir. Sabían que no sería suficiente, pero no estaban dispuestos a rendirse.
La madrugada trajo consigo el sonido de botas y el tintineo de armas. Los hombres de Don Álvaro, numerosos como lobos en manada, rodearon el risco. Eren, alertado por el peligro, apenas tuvo tiempo de despertar a Inara. El metal brilló bajo la luna menguante. Los gritos rasgaron el silencio de la noche. En medio del caos, Eren luchó con la ferocidad de quien defiende no solo su tierra, sino también su amor. Sin embargo, terminó gravemente herido. Desesperada, ella lo abrazó y, mirando hacia el volcán dormido, imploró:
—¡Si este lugar ha sido testigo de nuestro amor y lucha, que jamás caiga en manos de la avaricia! Si debemos morir aquí, que estas piedras queden libres de profanaciones.
En ese instante, un estruendo recorrió el risco como si el volcán hubiera despertado de su letargo. Las rocas temblaron y el suelo se desplomó, sepultando la construcción y a los hombres de Don Álvaro bajo toneladas de piedra. Eren e Inara también quedaron atrapados en el derrumbe, unidos para siempre bajo la protección de la montaña.
Humillado y derrotado, Don Álvaro intentó reconstruir su hacienda varias veces, pero cada intento terminó en desastre. Los muros se derrumbaban al primer rayo del alba. Los cimientos se agrietaban sin razón aparente. Tormentas surgían de la nada para arrasar con todo. Las rocas parecían cobrar vida propia cada vez que los albañiles intentaban asentarlas. Finalmente, aceptó que el risco estaba maldito y abandonó el proyecto. Los aldeanos, conscientes del engaño, comenzaron a llamar al lugar "El Risco de los Naipes".
Hoy, las estructuras pétreas que allí permanecen son vestigios de aquella última construcción. Son un testimonio del orgullo y la caída de Don Álvaro. Se dice que mientras esas piedras sigan en equilibrio, la maldición de Eren e Inara protegerá el risco de la codicia. Pero el día que caigan, La Pedriza quedará libre de la sombra de aquel engaño. Hasta entonces, los habitantes contemplan el risco al amanecer. Cuando el sol se alinea perfectamente con el cono del volcán dormido, recuerdan que esas rocas simbolizan la memoria y resistencia de quienes lo dieron todo por protegerlo.
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